Vamos por nuestro cuarto Cristo: el de san Juan. Es de la misma escuela que el de Lucas, aunque intuyo que no precisamente del mismo taller. Cuánto han cambiado las cosas desde aquella primera figura de san Marcos. Allí era Jesús quien caía a tierra. Ahora son los soldados quienes caen. Recuerdo por un momento la escena: llegan los soldados y los guardias a prender a Jesús. Él pregunta: “¿A quién buscáis?”. Contestaron: “A Jesús de Nazaret”. Y en cuanto Jesús les dijo “Yo soy”, “comenzaron a retroceder y cayeron a tierra” (cf. Jn 18, 4-6).
Juan subraya con gusto la conciencia de Jesús en el momento de su Pasión, Dice, por ejemplo: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1) o, de forma parecida, “Jesús que sabía perfectamente todo lo que le iba a ocurrir”. No solamente la conciencia, sino también su entera libertad; ya antes de la Pasión Jesús había dicho: “A mí nadie me quita la vida, yo la entrego libremente” (Jn 10, 18).
Esta generosidad de Jesús en la hora suprema –la hora de las grandes verdades y de las últimas voluntades– presenta una estampa sencillamente enternecedora. Leo el texto del evangelista Juan en su literalidad: “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre… [“Stabat Mater iuxta crucem”]. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto quería, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Después dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’ (cf. Jn 19, 25-27).
Herencia inmerecida, regalo de Dios mismo: ¡María, tu madre, es también mi madre! Bendita una y mil veces tu Pasión, Señor Jesús, que nos trajo este derroche de gracia y misericordia. En estas coordenadas, para el cuarto evangelio, Jesús más que un reo es un rey. La cruz más que un cadalso es un trono. Y la muerte no es una derrota, sino la victoria. Por eso, las últimas palabras de Jesús serán estas: “Consumatum est”. “Todo está cumplido” (Jn 19, 30). La muerte, en efecto, es la corona de una vida que el propio Jesús había resumido así: “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre que me ha enviado y llevar adelante su obra” (Jn 4,34).
Tras el “consumatum est”, nuestro autor anotará este comentario: “E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (Jn 19, 30). Muy propenso a jugar con el doble sentido, con estas palabras Juan se refiere tanto a la muerte física de Jesús [entregó el Espíritu en el sentido de que murió] como a la donación de sí que Jesús realiza en el momento de la muerte [entregó el Espíritu en el sentido de que nos entregó su vida y nos regaló su Espíritu]. Esto es magnífico: el Calvario es Pentecostés. De igual forma, volverá a jugar con el doble sentido cuando nos refiere que un soldado con la lanza le traspasó el costado (cf. Jn 19, 34). La lanzada no sirve para acelerar la muerte. Sencillamente, la certifica. El texto sigue diciendo: “Y al instante de su costado brotó sangre y agua”. Agua: el Bautismo. Sangre: la Eucaristía. “Ex corde flumina”, decía el lema episcopal de un querido obispo de mi diócesis. Del Corazón de Cristo nacen, como ríos, los sacramentos de la Iglesia.
Juan nos ha dejado a las puertas mismas de la resurrección, al presentar la muerte de Cristo en la cruz como oblación, sacrificio y ofrenda. La cruz no es un palo seco, sino un árbol florecido, como canta la Liturgia: Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza, jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. El escenario es el mismo, pero en realidad todo ha cambiado. Aquellas primeras lágrimas de dolor del Cristo de Marcos se han convertido aquí en lágrimas de emoción. El grito ahora se hace canto, y el quejido alabanza. Lembro do canto entoado com grande devoção na liturgia, em Itaici/SP: Ó Cruz tão bendita, só Tu merecestes trazer o Senhor, rei dos céus. Aleluia!, Aleluia! Empiezan a sonar los acordes de un Aleluya triunfal.
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